Recuerdo perfectamente lo primero que me llamó la atención cuando entré al laboratorio de sonido del Apple Park. Fueron unos altavoces. Altavoces grandes, solemnes, perfectamente posicionados, como si fueran piezas de museo aún en activo. A su lado, la mítica foto de Steve Jobs en su primera casa sin muebles, escuchando música con un tocadiscos. Aquello era importante. Busqué con mi iPhone información sobre ellos: eran los Monolith III de MartinLogan, y lo más increíble no era su diseño, ni su precisión, sino su procedencia.
Esos altavoces, según me contaron allí mismo, habían sido de Steve Jobs. El mismo Jobs que en los años 2000 se obsesionó con la calidad sonora del iTunes Store y que quiso que los primeros iPod no solo fueran revolucionarios por su tamaño, sino por su sonido. Esos altavoces no estaban allí sólo como decoración: fueron donados personalmente por Steve Jobs y eran parte del ADN fundacional del Apple moderno.
Recordé entonces lo que significaba la música para Apple y para muchos de nosotros. No como un lujo, sino como una forma de estar presente en el mundo. Con los iPod, Jobs no vendía MP3, vendía sensaciones comprimidas en 160 kbps que nos hacían sentir vivos en el tren, en la calle, en el trabajo. Aquellos que alguna vez conectamos nuestros primeros iPods a altavoces externos sabíamos que todo podía cambiar con una canción bien reproducida. Ver esos Monolith III en este laboratorio iba más allá de la anécdota - era una declaración de principios. …