En una sociedad tan altamente informatizada son pocos los espacios ajenos a la tecnología. Y, además del progreso que eso conlleva, los Cuerpos de Seguridad de todos los países han estado siempre preocupados por descubrir los lugares más improbables en donde los terroristas decidan instalar explosivos. En el fatídico año 2001, Richard Reid, un ciudadano británico, intentó volar un avión que completaba la ruta París-Miami. Se le conoció como el «terrorista del zapato» porque fue ahí donde, para llevar a cabo sus dudosas intenciones, introdujo un pequeño artefacto oculto y disimulado que pasó los controles de seguridad. Los pasajeros lo detuvieron, pero ese concepto suicida ha estado perseguido desde entonces.
La prohibición del gobierno de EE.UU. y Reino Unido de portar dispositivos electrónicos más grandes que un teléfono móvil inteligente en vuelos procedentes de ocho países de mayoría musulmana responde a ese permanente miedo que considera que estos aparatos, aparentemente inocentes, puedan ser comprometidos y utilizados para introducir artefactos explosivos. Esta restricción incluye aparatos tan extendidos en la sociedad como tabletas y ordenadores portátiles, pero quedan excluidos móviles y determinados artefactos médicos.
Los expertos alegan tres razones para tomar esta decisión. Por las posibles interferencias que generan estos aparatos en las comunicaciones de los aviones, el potencial riesgo de ignición de las baterías empleadas y, por otro, por el miedo a ocultar explosivos en el interior de los dispositivos. «Cuando [por los aparatos electrónicos] están activados a bordo del avión pueden generar interferencias, pero también pueden causar que, …