A finales de año se habrán vendido más de 100 millones de smartwatches en todo el mundo. Las interfaces conversacionales darán el salto definitivo que los situará en las muñecas de la mayoría.
En el principio de los tiempos, los smartphones eran caros, lentos, grandes, aparatosos y nadie sabía muy bien qué hacían. Y los que sabían lo que hacían tenían dificultades en explicarlo a los miembros del otro grupo.
Gracias a la magia del capitalismo y a sus múltiples hechizos, los smartphones fueron haciéndose más baratos, más rápidos, más livianos, ubicuos y todo el mundo empezó a comprender para qué le podían servir. Resulta irónico, pues, que una década después el “¿para qué quiero yo eso?” haya sido sustituido en nuestras bocas por el “¿has visto mi móvil? No sé dónde lo he dejado y lo necesito para…”, donde el final de la frase es completo con una miríada de labores: hacer una transferencia en el banco, hablar con alguien a 10.000 km de distancia, saber el tiempo de mañana, ver los resultados deportivos, jugar a un juego, comprobar mi pulso cardiaco, calcular hipotenusa de un triángulo rectángulo, decidir quién tiene razón en una discusión, ver una película, leer un libro o incluso escribir un artículo evaluando la historia de los mismos smartphones. O quizá no sea tan irónico.
Es cierto que nadie puede ver el futuro. Una imposibilidad tan grande como la constancia en equivocarnos al no conseguir ver los patrones del pasado, y aplicarlos al presente. Donde ayer alguien veía …