En lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
Las grandes empresas, pero las grandes de verdad, tienen dos opciones: renovarse o morir. Quizá no morir hoy, ni mañana y quizá tampoco en los próximos años, pero a largo plazo nada de lo que hoy, o mejor dicho ayer, está dominando su campo de trabajo tendrá cabida. Y por lo tanto, de no cambiar, estarían abocadas a la desaparición. A la vuelta de la esquina está el próximo Google, el siguiente Uber o el Apple del futuro.
En esta dicotomía pueden optar por la innovación interna o fijarse en esas pequeñas que, pese a su tamaño, se ha comido partes importantes de tartas que antes se creían propiedad exclusiva de algunos mayores. A la fuerza, y quizá por insistencia machacona, las startups se han hecho ese pequeño hueco en el mercado. Adalides de la creación de riqueza, puestos de trabajo especializados y de alta cualificación, pero sobre todo de la innovación, han obligado a muchos a fijarse en sus curiosos y diferentes modelos de producción. Y, en definitiva, a fijase en ellas como objetivo. ¿Comprarlas, crearlas, simularlas? Cualquier cosa vale. Las aceleradoras e incubadoras de startups se suceden por cada esquina; cada vez más especializadas, cada vez más exigentes y enfocadas a un determinado campo; y muchas de ellas vienen de parte de esas grandes que han visto, no sabemos si de forma pasajera, …